Osso… oda a la carne

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Se dice que los argentinos de carne somos. Sin embargo, a la hora de los bifes, hace un tiempo descubrí que uno de los mejores parrilleros del mundo era vasco, para más datos, el genio del asador Etxebarri (mazazo al ego nacional) y ahora vengo de visitar Osso, carnicería & salumería, una carnicería que desde que entré, hasta que me fui, me provocaba una única frase: ¿por qué cccccccccccc a ningún argentino se le ocurrió algo igual? (segundo gran mazazo. Sí Josimar Melo, del psicoanálisis no nos libramos más).

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Se sabe, la carne es carne, remite a carne, a sangre. Ahora se la quiere disfrazar, se la compra empaquetada en supermercados, limpita, sin asociaciones cadavéricas. Alguna vez escribí: «En cualquier parte del mundo los encargados de darle forma fueron y suelen ser, casi cirujanos: desarman una pieza en cortes perfectos. Sin embargo, el oficio de carnicero viene de lejos.

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Ya en la Edad Media, la palabra carnicería no designaba un establecimiento, sino una especie de cofradía, a la que pertenecían varias familias, porque el oficio se transmitía de padres a hijos. A los siete años y un día de edad, todo varón nacido de una familia de la corporación, era consagrado carnicero y dedicado a dicha profesión. No se podía ingresar de otro modo, el privilegio era exclusivo. Únicamente el rey de Francia podía nombrar un nuevo carnicero y lo hacía una vez en su vida: cuando asumía el trono» (de Sabores que matan, editorial Paidós. Capítulo: De carne somos).

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En los barrios argentinos, en especial en el interior del país, aún hay carnicerías. Señores fortachones bajan medias reses y los cortes se sacan de animales, con precisión, mal que les pese a los nuevos fundamentalistas de la cocina.

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Vuelvo al lugar en cuestión, al que me movió el piso y me hizo cuestionarme acerca de nuestra sagrada vaca y al poco lustre que le sacamos.Queda en La Molina, Lima, Perú, barrio paquete, de residencias, en las afueras. Entro y me encuentro con un local de carnicería, diferente a mis recuerdos infantiles o a los que vivo cuando voy a lo de Antonio, mi carnicero. Hay una gran mesa donde despostan las reses y cerdos que llegan con su carnet de identidad, porque se encargan de averiguar el pedigree y la forma de crianza.

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Luego de los cortes, envasan al vacío y elaboran embutidos. Miro todo con asombro, se parece más a esos locales londinenses (como el del chef Jamie Oliver) que a una carnicería tradicional. Se puede pedir desde un corte de Angus, a uno Kobe, embutidos de todo tipo, hamburguesas frescas… También hay merchandising que incluye remeras, jabones de cebo, caramelos y hasta galletas de kobe para perro. Es que del animal, vaca o cerdo, usan absolutamente todo. Pero lo mejor, les aseguro, está por venir.

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Renzo Garibaldi (metro noventa, enorme, aunque al mirarlo bien me resulta más parecido a un gran oso, tímido y tierno, que al carnicero de Le Boucher, el film de Chabrol), me hace pasar a la cámara frigorífica, donde tiene guardados sus tesoros. No tengo miedo de ser protagonista de un crimen, más bien voy afilando mi mandíbula, entro con confianza. La imagen que aparece es la de las medias reses, son siempre de animales de pastura que le llegan a Renzo. Me cuenta que las selecciona y a algunas las va madurando pacientemente. También veo cortes junto a cuchillos, especiales, cuidados con devoción (el señor se merece el título de carnicero, título que goza en un país que identifico con pescados).

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De esta habitación especial, donde reina el frío, pasamos a un segundo cuarto muy cálido, con apenas una gran mesa, también inmensa. Casi sin cubiertos, hay enormes servilletas, un menú que anuncia lo que vendrá y un vidrio que separa y une con el centro de la escena: parrillas y ahumadores, mucha leña. De allí provienen cada uno de los pasos que llegan en tablas: carne y más carne, con apenas algunas guarniciones.

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Renzo me explica que en realidad él había estudiado cocina, iba a ser chef. Comenzó a trabajar en La Mar, en San Francisco, especializándose en pescados, pero se le cruzó un curso de embutidos que le voló una neurona en un fin de semana y el lunes siguiente hizo honor a su apellido, mandó todo al cuerno, hizo las valijas, después de un tiempo se instaló en un pueblito francés, con una familia dedicada a la cría de cerdos y producción de embutidos (charcuterie, oficio preciado en Francia), donde aprendió todo. Se quedó hasta que no había trozo del animal que no supiese trabajar. Volvió a Perú y con su socio y vecino de local, Renato Peralta (uno de los mejores panaderos peruanos), más la ayuda de su mujer, armaron este proyecto, donde cada detalle está pensado. Absolutamente todo y más.

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Si algún argentino duda de mi palabra, lo invito a ir y probar. Porque les aseguro que cada bocado que llega a la mesa es delicioso.

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Paso a enumerar: desde la tabla de embutidos, el lardo casero, el bife angosto, la carne de kobe, la panceta caramelizada, la polenta con carne, las hamburguesas, cortes de carnes con diferentes tiempos de maduración y un largo etcétera.

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La única corrección que aporté en el largo almuerzo, tuvo que ver con la entraña, un homenaje que Renzo nos hacía a los argentinos, corte que servía bañado en chimichurri y al que le dije que por aquí la comemos con apenas sal y que el chimichurri lo servimos al costado, para el quiera agregarlo, pero que si la carne es buena, no hace falta nada más. Tomó nota y prometió cambiarla.

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Ojalá que estas palabras inspiren a alguien. ¿Cómo no tenemos algo igual? Ni siquiera parecido… El lamento da para un tango.

GPS: Tahití 175, La Molina, Lima, Perú. + 3681046.