Una de las razones que me llevaron a Vietnam es que es un pueblo que aprendió a sobrevivir y yo me siento, soy, una sobreviviente. Experiencia fuerte. A la historia milenaria de Indochina hay que agregarle la que se grabó a sangre y fuego en el siglo XX. Sin embargo, si se espera encontrar un país deprimido, hay que cambiar el chip. Pujanza, fuerza hacia delante, sonrisas siempre a mano, crecimiento sin olvido, son las características de esta república joven. Mi primera ciudad fue Hanoi. Si Bangkok es Blade runner, Hanoi es sensibilidad y caos, caos que cuando se domina te da fortaleza. Explico mejor: al llegar tuve la sensación –casi infartante- de tener que cruzar las calles entre miles de motos que no paran nunca, había que mandarse. Me acordaba de mi vieja que paraba con la mano el tránsito y yo, atrás, la puteaba. Aquí era algo igual, pero tenía que avanzar y aprendí. A eso, después, le fui sumando los farolitos de colores, los paisajes bellos, muy bellos, la calma ante cualquier circunstancia y la comida, que debería escribirla con mayúscula, porque es «La Comida»: sabores sutiles que se mezclan y se mezclan, un picor bajo. Para cocinar usan instrumentos increíbles, que hablan también de un saber (ver mi entrada, El arte de cocinar, http://saboresquematan.com/2014/06/05/vietnam-el-arte-de-cocinar I Influencia francesa y china, con ingredientes muy frescos asiáticos y la presencia constante de ese hacer manual, que por aquellos horizontes no se ha perdido. Si tuviese que elegir una palabra para sintetizar la vida en Vietnam diría: calle. En la calle se come, se trabaja, se canta, se juega, todo pasa en la calle. Las escenas, muchas surrealistas, me llevaban a pararme en una esquina y mirar. Jugaba a descubrir qué era lo más raro que se podía cargar en una moto o al hombro. Primero pensé en esa familia entera, cuando al segundo ví a un tipo cargar los muebles de una habitación y en seguida, una huevería completa o jaulas con una granja o una cuadrilla de arregla cables, escaleras incluidas, todos en una sola moto. Lo de las comidas fue otro descubrimiento. Me costó, pero comprendí que aquí no hay terreno fijo. Es decir, ese rollito delicioso que había visto pero pensaba comer en una hora, debía comprarlo ya, porque al rato, como en un cambio de escenografía, el cocinero y su ayudante eran otros y el menú… también. Mi columna entendió que los occidentales somos rígidos, que debía sentarme a 20 cm del suelo, hacer equilibrio y comer. Y la mesa, una bandeja enorme apoyada sobre otro banquito, se comparte. Comí de todo, porque todo me tentó. Probé Poh (sopa completa) a las 6 de la mañana con 30 º de temperatura ambiente. Después venían los arrolladitos, fruta, panes de arroz glutinoso, brochettes a las brasas, cangrejos frescos, cerveza… Un orden distinto, al que me acomodé gustosa. ¿Precios? Por menos de 5 dólares comen y muy bien, dos personas. Recorrí el barrio francés, de calma colonial, donde está ubicado el Sofitel Metropol, hotel bellísimo donde me alojé. Disfruté su bar, el que frecuentaban Chaplin y Gaham Green y también, visité su refugio de la guerra -que conservan intacto. De ahí partía a caminar por las calles que lo rodean, hasta llegar a la orilla del lago. Siempre –de una manera u otra- terminaba en el Barrio Antiguo, mi preferido. Un laberinto de 36 callecitas, cada una con el nombre de un oficio, los gremios de quienes las habitaban desde el siglo XIII. Muchos de esos maestros aún hoy siguen ejerciendo sus saberes. Desde el herrero al tallador de madera o al que esculpe mármoles. La sorpresa es una constante, no asombrarse si pasa por una casa de lápidas con la foto del finado y en el mismo lugar hacen morteros y ollas. También están los negocios de botones, los de seda, los de zapatos, los muñecos… El calor es insoportable, allí aparecen en escena las mujeres con sus sombreros cónicos de bambú, ofreciendo en las clásicas dos bandejas, en las puntas de un palo, ananá tallado: compre ananá y compre el tallador. Hay mucho más para ver, cada hora, cada momento del día me llevaba a un nuevo descubrimiento. Para la energía, nada mejor que un café vietnamita, generalmente lugares de hombres. Le servirán una taza con el filtro por encima, del que irá goteando un líquido de cuerpo intenso (atención, con su cantidad de cafeína) y sabor con mucho de chocolate. La temperatura de servicio cambia según las horas del día, puede ser caliente o frío, con hielo y leche condensada. Conocer una ciudad y no ir a su mercado es como no haber estado. Así que fui al de Cho Hom, cerca del barrio francés, guiada por una de las cocineras del Spice Garden (restaurante vietnamita del Sofitel). Aquí se entiende cuando hablan de frescura (ver mi entrada Mercados de Vietnam http://saboresquematan.com/2014/06/06/mercados-de-vietnam/%5B). Los productores llevan sus verduras recién cosechadas, los pescados son aún peces, porque nadan en grandes palanganas y a la hora de comprarlos es recién cuando se los mata, puedo jurar que los veía saltar. Los cangrejos y las tortugas nadan y para que no se lastimen con sus patas, se las atan… con los mismos pañuelos de seda trenzados que compré para mí (sic). Muchas de las aves están en jaulas, como las antiguas pollerías nativas. Hay gran sector de especias, hierbas (frescas y secas), bazar, arroces, tés, sin olvidar los puestos de ropa, de comida, de sombreros… todo lo que se busca, está. Hay que ir temprano. Sortear las motos aún dentro del mercado, preguntar, oler y probar. El idioma no es una barrera, el inglés básico funciona y si no, el universal: las señas. Nunca imaginé que años de dígalo con mímica me fuesen tan útiles. Lo que queda claro, es que aquí las compras se hacen diariamente y que me pude llevar de todo (aprendí a decir lo quiero comprar y basta, las discusiones de pareja no se ventilan en público).
De Hanoi me fui a Halong. Podrán decirle que es turístico, bla… bla…No haga caso o se perderá una de las maravillas de este mundo: mar de la China, de azul intenso, calmo, y esos miles y miles de islotes de piedra, que emergen cada tanto, más cuevas, de formas extrañas. Alguna barcaza, criaderos de ostras, cierro los ojos y vuelvo a Halong. Nadé, fui feliz y hasta me animé a hacer kayak por primera vez en mi vida. A la vuelta, tomé un avión a Danang y seguí viaje a Hue, en tren. Para no extrañar la Argentina, el tren se detuvo en el medio del camino, pero aquí nadie se inmutó. Mis vecinos de asiento se asomaron a ver qué puestos había en el camino y volvieron, ofreciéndome unos paquetitos de hoja de banana que encerraban langostinos cubiertos de arroz glutinoso, uno de esos manjares que jamás podré volver a probar. Llegué a Hue, es la ciudad imperial, está algo destruida y no es lo que más me gustó. Partí aldía siguiente para Hoian. El camino lo hicimos con Hoang, un vietnamita joven, que nos contó su visión del presente, los recuerdos de su padre en la guerra y sus ganas de salir adelante, sin olvidar. Hoang nos llevó por un camino de montaña, entre secaderos de arroz. La sorpresa fue parar en un bodegón, donde preparan papel de arroz glutinoso que sirven con cerdo a la parrilla, salsas, hojas y cebolla frita. Cada uno se arma su paquete con esos ingredientes y lo come: creí que podía tocar el cielo con las manos, uno de los platos más ricos que probé en mi vida. Allí compré salsa casera de pescado fermentado (que traje camuflada en mi valija) y mezcla de sales y especias para fruta, más discos de papel de arroz, sésamo y maní, para el viaje. Los contrastes fuertes continuaron, de un lado playas paradisíacas, con criaderos de ostras, zonas de eucalipto de donde se extrae la esencia para el famoso bálsamo de tigre y del otro, lo que queda de las bases norteamericanas, que ocupaban las montañas y bombardeaban permanentemente la zona. Llego a Hoi An, pequeña ciudad, un tesoro que conserva buena parte de sus antiguas casas de madera, como hace cientos de años. Es la ciudad de la seda, me cuentan, donde los turistas llegan y se hacen en horas sus trajes (consejo: si quiere hacerlo, lleve una prenda que le guste y que la copien). Sus playas son increíbles, pero para mi asombro, los vietnamitas van a las 5 de la mañana, cuando el sol ya calienta. A las 10 se hace insoportable, pero siempre hay un buen atleta dispuesto a treparse a una palmera y bajar un coco fresco. Camino por las calles de Hoi An, desayuné Cau Lau, el plato típico, una sopa con fideos de arroz, carnes, hojas… A las pocas horas, como brochettes envueltas en hojas, panqueques de banana y me anoto en una clase de cocina, que empieza donde debe empezar: en el mercado. Recorro cuadras y cuadras con todo tipo de puestos, sigo comprando de todo y después, a cocinar. Aprendí a hacer los famosos papeles de arroz glutinoso y a cortar verdura, varios platos que –nobleza obliga- me salieron muy bien y prometo entrada con las recetas, paso a paso. Por la tarde, paseo por la ciudad y encuentro una casa de té donde reina el silencio. Tés y pastelería deliciosos, en una casa de madera que parece salida de una novela de la Duras. Me explican, mediante señas, que es atendida por sordomudas y me dan un folleto donde leo que aún nacen en Vietnam chicos con problemas físicos, consecuencia del agente naranja empleado en la guerra. A metros, la misma organización cuenta con talleres protegidos de vidriería, joyería, textiles… Esa noche la ciudad queda a oscuras, me entero que ese día parte de la población celebra el cumpleaños de Buda, todos (creyentes o no) dejan en el río su deseo y una vela, en farolitos flotantes, otro mundo. Sigo disfrutando de Hoi An, hasta descubrí una librería de esas que me enamoran, con terraza y bar.
El viaje se termina en Ho Chi Min, antigua Saigón, sus mercados, su pasado colonial, el correo y su gente.
Termino el recorrido en el Museo de la Guerra. Las imágenes cierran muchas de las preguntas que me fueron surgiendo a lo largo de estos días.
Creo que toda visita a Vietnam debería comenzar por acá. Veo las imágenes de las llamadas madres-héroes y me acuerdo del Nunca Más. Son mujeres que fueron condecoradas por haber perdido hasta ocho hijos. Y repito, Nunca Más.
Cuando llegué, no pensé que me iba a enamorar, pero fue así, me enamoré de Vietnam. Volvería a Vietnam ya.